El olor penetrante a mar, a algas, a criaturas marinas invisibles a los ojos humanos le recorrió todo el cuerpo descubriéndose que había estado dormida durante todo el invierno.
La hibernación había sido tan larga que había olvidado cómo caminar, cómo respirar de nuevo el aire limpio con horizonte inalcanzable.
El invierno le había entumecido el alma, le había silenciado la voz y la había convertido en una sombra más oscura que su propia sombra.
La sal le devolvió lo robado y poco a poco recordó quien era. Un anfibio de mar y tierra, de sueños y realidades, de pasado y de futuro, de esperanzas y desilusiones.
Las cartas comenzaban a voltearse sobre la mesa y aparecía la reina, y la rueda del destino, y la suerte…
El grito de una gaviota la despertó del ensueño y sin abrir los ojos tuvo la visión del mar frente a ella.
Un mar en calma contrapunto de la tormenta que portaba en la mochila. Un mar amigo que la reconocía e invitaba a nadar con él, a sumergirse, a empaparse, a precipitarse al placer de flotar sin esfuerzo, de dejarse llevar sin miedo.
Y así comenzó su renacer. Penetrando en el mar tantas veces vivido. Un mar salado ahuyentador de penas.
Sintió crecer el ser vivo que llevaba dentro, el yo, al que había silenciado durante demasiado tiempo.
Su renacer comenzaba a hacerle cosquillas en las venas. Su rostro cambió, sus ojos recuperaron la luz, sus manos volvieron a asirla, y su figura fue caminando hacia el horizonte, alzándose con cada paso sobre la arena que la envolvía e impulsaba.
Y se sintió libre, y se sintió en calma y se sintió renacer como en tantas otras ocasiones. Porque las mujeres nacen y renacen cientos de veces a lo largo de una vida. Sólo tienen que recordarlo.

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