El tiempo quedó suspendido entre un columpio que nadie empujaba.

A la espera de un soplo de viento que lo agitara, que lo meciera, que lo llevara.

En el rincón oscuro de cada hogar moría inerte la vida cotidiana,

el afán de futuro, las expectativas, las esperanzas.

En el silencio mental golpeaba la duda, el miedo, la inquietud perenne de quién se sabe mortal, de quién deposita en los quehaceres continuos la vida misma.

Y en el todo infinito de la nada estuvimos caminando sin salir de casa.
Recorriendo cada uno nuestro propio desierto para no llegar a ningún sitio.


En el momento previo en el que la noche se vuelve día.

En ese espacio contenido por la noche lenta y densa de una noche en vela y el destello tenue de la primera claridad que anuncia que la larga noche ha llegado a su fin.

En ese instante, en ese mismo instante, me levanto para mirar por la ventana y contemplar una ciudad que aún no se ha puesto en pie.

Que disimula su sueño detrás de cada ventana, de cada balcón, de cada cortina.

Espectadora solitaria de un teatro al que aún no han dado la orden de levantar el telón.

Sigan durmiendo, el espectáculo aún no va a comenzar.


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