Llovía. Hacía dos días que llovía sin parar. Los cristales de la habitación recogían las gotas de lluvia extraviadas y las hacían caer lentamente resbalando hacia el mismo destino que todos: el suelo. Polvo eres y en polvo te convertirás. Hoy, más bien, habría que decir: si polvo eres, en barro te convertirás, con tanta agua como está cayendo.- pensó María. Sonrió ante su ocurrencia, no era mala del todo. Después de casi 90 años de vida no había perdido su costumbre de buscar gracias. Como aquella vez que le dijo a Julia que le dolía el codo de la pierna, para referirse a la rodilla. Aquella sí que fue buena, muy buena.

La gripe había llevado a María a la cama. Llevaba dos días tumbada mirando por los cristales, mezclando el frío con el calor. Oyendo el telefonillo sonar y no haciéndole caso porque todo era publicidad. Y, además, porque Sara, su sobrina, vivía con ella desde hacía dos años y se ocupaba de todo.

A mis años una gripe. Tiene gracia. Que me tumbe una gripe cuando ni la muerte me ha tumbado…. alargó la mano para coger un pañuelo de la mesilla. Le lloraban los ojos. Así, sin más, se llenaban de agua y cuando ya estaban llenos se desbordaban. Una vez secos se arrebujó de nuevo entre las mantas.

 

 

Llovía. Las calles estaban mojadas y los coches salpicaban descuido a los peatones apostados en los semáforos. Ni paraguas, ni gabardina, ni chubasquero…, nada. María, como siempre, queriendo mojarse con la lluvia. Así se dirigía al trabajo, paseando mientras los demás corrían. Con las manos en los bolsillos, mientras los demás las utilizaban para llevar el paraguas o sujetar un periódico sobre la cabeza. El cielo gris parecía informar que el sol se había vuelto a tomar otro día más de vacaciones.

Cuando llegó a la oficina se encontró con una fila de jóvenes guardando turno para entregar su currículum.

La elección de un ayudante había recaído en María por orden expresa de su jefe. María recogió todos los currículum. Sólo cinco reunían los requisitos necesarios. Toda la mañana perdida en la elección. Pero, ya había un resultado. Y la ganadora es… Julia Rupérez Ramírez. Y los focos proyectan su hermosísima luz sobre la vencedora para que se levante de entre todas y suba a recibir su premio al escenario. Julia coge el micrófono y mirando al público y sin ver, por supuesto, a nadie dice:…

 

 

– ¿Duermes?…, María…, ¿estás dormida?

María abrió los ojos, a la vez que giraba la cabeza para ver a Sara en el quicio de la puerta, llamándola suavemente y sacándola de su ensoñación.

– No hija, no…, o tal vez sí. No sé. No importa. ¿Qué hora es?, ¿es aún de noche?

– No, es de día. Son las tres y media. Te has quedado dormida después de comer. ¿Necesitas algo? Voy a bajar a comprar.

– No hija, no.

– Vengo enseguida.

– Tarda lo que quieras. Seguiré aquí cuando vuelvas.

 

 

Preguntar si dormía. Señor. Dejé de dormir hace cinco años. Dejé de todo hace cinco años. Ahora sólo se me cruzan tonterías cuando cierro los ojos e intento dormir. Pensar que entreviste a Julia para un puesto de trabajo. ¡Qué disparate! No. Así no fue. Ni entrevista, ni secretaria, ni nada. Las dos, eso sí, en una misma cola para recoger las solicitudes de empleo en una tienda de muebles. Luego, las dos trabajando en ella. Buena elección que hizo el jefe. Formábamos un buen equipo, la atención al cliente inmejorable. Nos ganamos con creces las comisiones por las ventas. Sí señor, buena época entonces. La que le siguió también lo fue. Pero, los comienzos siempre tienen el añadido del misterio, del poder ser y de comprobar si es. Luego llega la tranquilidad, la serenidad, la madurez…, no me gusta esa palabra, suena a muerte, a fin de la carrera; como si hubiera alcanzado una meta, y cuando se llega a la meta, se llega al final…, no hay nada después.

La vida es carrera y no meta, o al menos, debería serlo. Pero, hay que reconocer que la madurez llegó. Llegó y se quedó. Ocupa el lugar que le correspondía a Julia, el que debería de estar ocupando ahora ella. La madurez nos alcanzó a la vez a ella y a mí, el mismo día…

 Pero, los comienzos. Toda la vida por delante. Primero fue el trabajo, lo nuevo, la incertidumbre de si durará o no, de si se sabrá desempeñar bien. Luego, Julia…, primero una desconocida, luego… El tiempo todo lo pone en su sitio, todo lo muestra. El tiempo acicalando los escenarios que aparecerán después de cada acto, sin ser visto los prepara, a la vez que borra los que ya han sucedido. Registrando los acontecimientos y preparando el futuro. El tiempo, que no se muestra, pero que enseña; que se aparece en cada acontecimiento y que desvela la vida. Es un niño que mira tras las cortinas, una mujer que las descorre o una sombra que las echa. El tiempo es el que todo lo descubre para enseñárnoslo. Y todos nos encontramos frente a él o tras él. ¿Y a su lado?, ¿estamos alguna vez a su lado?. Creo que no, porque eso sería predecirlo, sería mirar con él, y eso sólo lo hacen los dioses. Sí, así es. Los dioses son los únicos que están al lado del tiempo, mirando lo que hay tras las cortinas que él entreabre y creando la vida en las escenas que se escondían. Hacen y deshacen. Para nosotros se resume en un acontecer diario que no podría ser de otra manera. ¿Destino establecido? Sí, porque se da. No, porque se podría haber dado de otra manera.

Retahíla de disparates los que pienso. No, no es la fiebre. Es el mismo delirio de siempre. Desde joven así. Desde pequeña también, aunque ya no me acuerdo. El tiempo, los dioses…, debo de estar madurando más, o volviéndome  vieja.

Pero, no es tanta locura, es la verdad que a veces se descubre y a veces no. La verdad se ofrece a los ojos atentos y no a quien la busca entre cubetas. La verdad es para quien cree en ella. Ni se ve, ni se toca, se siente. Es un acto de fe. El dios-verdad que se intuye y en el que hay que creer sin saber. La seguridad, la certeza, no está unida a la verdad, la duda está más cerca de ella. La verdad de la que hablo se llega sintiendo los acontecimientos. No lo explico bien. Debe ser la falta de neuronas. Antes iba más rápida en mis razonamientos, sin perderme, uno detrás de otro, sin parar. Sería porque tenía el cerebro más joven. Ahora sólo me queda este cerebro viejo y desgastado. Aburrido de pensar tonterías pero que no cesa en su empeño de hablar a un público inexistente. Señor, señor…

 

 

La carretera desierta invitaba a pisar el acelerador. El sol a lo lejos cediendo a las horas de la noche. “Hasta para retirarse es orgulloso, ¿será que se sabe rey?.- piensa María atendiendo al cielo de nubes rojas en procesión.

Julia le acaricia sin apartar las manos del volante, la mira sin aminorar la velocidad.

– Un día dejará de ponerse el sol.- dice Julia.

María busca otra emisora de radio que ponga la banda sonora al largo viaje que está haciendo con Julia.

– ¿Cómo se llaman aquellas montañas?… ¡Mira, Julia!, acaba de adelantarnos un lobo.

– No sé cómo se llaman. Nos acercaremos para verlas mejor. Y no era un lobo, era un caballo blanco precioso. ¿Cómo has podido confundirlo?.

El coche había cambiado de color, de azul pasó a negro, sería porque se había hecho totalmente de noche.

– No falta mucho. Deja de mirar el reloj…-le regaña Julia.

– Pues yo no veo las montañas.- María se pegó más al cristal del coche intentando ver mejor.

– Las tenemos en frente, no las ves porque es de noche, pero yo sí las veo…

– Yo no. Será porque tú conduces y las ves con los faros…

– Los faros están apagados. ¡¡Mira, ahí están!!.

El coche volvió a cambiar de color, ahora era de un espeso color rojo. Julia y María permanecían inmóviles en el coche mientras que, Julia y María, las observaban desde más altura.

– Ahora sí puedo ver las montañas, aunque siguen estando un poco lejos y algo borrosas ¿no?. ¡Eh!, estamos volando. Creo que tendremos que cambiar la chapa del coche, ¿tú qué opinas, Julia?

– Que puede esperar. Y que las montañas no están borrosas, que se ven claramente. Y que te encargues tú. Y que me voy…

– ¿Dónde?.- preguntó María

– Está amaneciendo. Vuelve a meterte en el coche….- le apremió Julia

– No quiero. Además, aún es de noche… ¡Ah, otra vez el lobo!. ¡No me dejes sola!, ¡Julia, tengo mucho miedo!…

– Tranquila, no es un lobo es un caballo. Voy a verlo…

– ¡No, no te vayas!,¡¡Julia!!, ¡¡¡JULIAAA!!!

 

 

-¡¡¡No!!!

– ¡Tía, despierta!, ¿estás bien?.- Sara estaba junto a María sujetándole las manos. Estaban frías, en cambio, de su frente, brotaban gotas de sudor. – ¿estás bien?.

– Sí, cariño. Dame un poco de agua.- su voz sonaba lejana. Voz de mujer vieja.

– Has tenido una pesadilla, ¿verdad?…

– Sí .- su voz fue un susurro. Se dejó caer en la almohada.

– Descansa.

– Era Julia que… Tráeme mi cofre.- le pidió a su sobrina.

Sara sacó un pequeño cofre de madera del armario ropero de María y lo dejó sobre la cama.

 

 

El pasado siempre saliéndonos al paso. Se escabulle de los cerrojos como la luz y penetra por el más pequeño orificio. Y entra por los ojos y por la mente, por todos los sentidos que existen y por los que no existen. Feroz. Tremendamente feroz. No era Saturno quien devoraba a sus hijos, es el pasado el que nos devora. Nos inmoviliza primero con el dolor que desgarra las entrañas para luego clavar sus dientes en nuestra carne humana. ¿Por qué nos castiga? Vivir es aumentar el castigo. Cuanta más vida más recuerdos. Cuantos más recuerdos, más pasado. Y Julia diciéndome adiós. Mi voz temblando al pedir agua, y no es por ser vieja sino por haber vivido, por tener recuerdos, por tener pasado.

Las manos de Sara cubriendo las mías, ¡qué gesto más dulce!, reteniéndome en esta vida mientras Julia se alejaba. Igual hice con Julia. Fue un sueño pero es real. Ya no siento las manos de nadie sobre las mías, las veo pero no me llegan dentro. No llegan hasta el lugar en donde los gestos calman y devuelven la paz. Con Julia…, sus gestos llegaban hondo, traspasaban el cuerpo, invadían, inundaban, desbordaban…, eran esencias puras de sentimiento.

Ahora sólo quedan las lágrimas que sustituyen, a su manera, a las caricias. Julia…, su recuerdo en forma de lágrimas, de sueño, de papeles que guardan sus huellas, su escritura, las fotos.., y todo cuidadosamente guardado en este cofre.

Yo cuidando con esmero los recuerdos, y el pasado golpeándome con machetes. ¡No es justo, y menos para una vieja como yo!, ¡Claro, claro que no es justo!. ¡¿Qué hace una muerta como yo viviendo?! ¿Dónde estará Julia?, ¿esperándome?… ¡Qué hermosa era!. “Son los ojos con los que se mira…”, algo así escribió un poeta. Y así será si lo dijo un poeta, porque ellos todo lo saben, porque los poetas son la reencarnación de las almas que conocieron la verdad. La Verdad. Sólo ellos saben, mejor que nadie, lo que realmente importa…, aunque yo, sin ser cantor de musas, también lo descubrí. La esencia de la vida, su significado, se reduce al amor. “Sensiblerías” dirán algunos. “Infelices”, pienso yo de ellos.

El amor al conocimiento, el amor envuelto en los huesos y en la carne de un hombre o de una mujer…, da igual, amor en definitiva. Pero no estoy hablando del amor corriente, simple, sino del que no le valen riendas ni cuerdas que lo frenen, hablo del sentimiento desmedido, aniquilador de toda otra cosa que no sea él mismo, inconcebible e incomprensible pero real. El amor que destruye prejuicios y nos somete a la prueba de creer sin ver. La razón no lo acaba de entender, se escapa de su rigidez, es el amor que se siente, ese es el que pone cada cosa en su sitio y muestra la importancia real de cada cosa…, pero, a qué hablar ahora de eso. A quién quiero convencer. Julia ya no está. Ella sí lo entendía. ¿Dónde estará ahora?.

 

 

María coge el cofre que tiene desde su infancia, el lugar idóneo para los primeros cromos. Luego fueron las fotos de los amigos quienes se disputaban un lugar, las notas con los mensajes para verse en tal sitio a tal hora pero, “sin decírselo a nadie, ¿eh?”… Y así una cosa tras otra como las capas de sedimentos que soplan con cuidado los arqueólogos en busca del primer hombre.

María lo abre y encuentra la última capa de su historia, una capa de rastros palpables y no de polvo. Cartas y papeles mezclados y unidos por el nudo de una cuerda de esparto, los lazos de raso siempre se le habían resbalado y deshecho, aunque su tacto era más agradable y se asemejaba más a lo que aquel nudo encerraba. María abrió una de aquellas cartas y leyó:

“… y haré una cuna para ti. Construiré con mis  manos una cuna de madera noble; la envolveré en hojas hermosas de hermosos árboles y la depositaré a tus pies. Y cuando mires, verás mi cuerpo tendido ante ti. La piel que envuelve los blancos huesos será el colchón y la almohada. Mi pecho te mandará el eco de una música continua y eterna. Resplandeceré para ti para que no temas a la noche y en mi cuerpo, hallarás el lugar perfecto de tu descanso.

Susurraré canciones oídas en otras tierras, recitaré poemas de cuidados versos y te raptaré con mil encantos. Estarás siempre conmigo. Dejaré de anhelarte porque vivirás junto a mí…”

María dejó de leer. Ahora, en las manos, un reloj, un reloj de piel que le indica la vida vivida y la vida que se ha escapado. Cada surco, cada arruga, cuenta su historia escondida en el recuerdo.

Coge una foto antigua. Ya no le hacen fotos, será que es vieja. En la foto comparte sitio con Julia. Roza con la yema de sus dedos, como agujas de minutero, el rostro plano de Julia. Acaricia sus labios a la vez que la nariz y los ojos porque esa imagen es demasiado pequeña…, todo lo que es, lo que fue Julia no puede encerrarse en ese rectángulo de papel…, aunque sí en aquel otro de noble madera como la cuna que Julia le construyó a María.

Julia hacía cinco años que había muerto, ya no había esperanza, ya no cabía la sorpresa de verla llegar a pasitos cortos provocados por la edad. Ya no estaba, ya no existía. Y María sí, ella vivía para cargar con su amor, con su recuerdo, con su muerte y con la espera de la suya propia. Julia ya no estaba, ni siquiera en un ataúd, no estaba bajo tierra. Julia, simplemente se había desvanecido, se había convertido en humo que asciende y se pierde, en la sal invisible del mar. Julia había muerto sin pedirle permiso a María, sin preguntarle. La foto le hacía más presente, más radical su ausencia.

Julia murió. Murió al lado de María, entregada a ella. Con las manos enlazadas durante días, igual que habían vivido. María sosteniendo la vida que se le escapaba. La vida colmada. La vida compartida. Julia había muerto y junto a ella se había quedado para siempre el alma de María.

Mientras, su cuerpo, con sus manos de reloj, esperaba el momento también de morir… Miró la fotografía y esperó. En silencio. Sólo su carne y sus huesos morirían. “Nos encontramos una vez y nos volveremos a encontrar”.- susurró.


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