Se estiró en la cama mientras respiraba la primera bocanada de día nuevo. Enseguida notó un breve aroma.
Un acuerdo tácito entre el universo y ella, hizo que este la despertara para que oliera la hierba recién cortada.
Todo hubiera sido más grato si no hubiera ido acompañado de los ruidos del resto de las máquinas de la limpieza que comenzaban a adecentar una ciudad siempre sucia.
Cual castigo divino, todos los días tenían que hacer desaparecer los restos de la basura humana.
Pero, esta vez, el olor superó al ruido y la ventana abierta facilitó que se despertara con el aroma del césped, de la hierba domesticada, recién cortada, un aroma que se unía al de la tierra húmeda, a tierra removida, viva, fresca, limpia.
Se olvidó de su deseo de seguir durmiendo y en cinco minutos estaba cruzando la puerta para bajar a la calle y llegar hasta el parque.
Se sentó en el primer banco y fijó la mirada en el cielo que aun no se había convertido en azul.
Cerró los ojos y respiró profundamente.
Ahora lo sintió aún más. Era tierra húmeda pero no de lluvia, era olor a campo, a escarcha, a barro que guarda el misterio de la vida, de la germinación, del renacer.
Y lo vio, por un momento lo vio de pie frente a ella. Sus manos le delataban, sus manos grandes de labrador.

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