Un faro era lo único que veía noche tras noche, un resplandor que iluminaba un infinito oscuro, sonoro, azul pintado de negro. Soñaba con aquel paisaje sin haberlo visto nunca.

Se levantó como cada mañana en su ciudad seca de mar. Decidió desde la cocina y con una taza de café en la mano, que ya no volvería a soñar con aquel monumento arraigado en la roca y con la mirada puesta en el horizonte. Se vistió y se marchó de las cuatro paredes que interrumpían su vida, que limitaban su espíritu, que la separaban de la inmensidad.

Con la rapidez que imprime saber que se está cumpliendo con el destino escrito se alejó de la civilización que la había endurecido la sangre, que le había robado el alma. Con la seguridad de estar cumpliendo su destino, puso rumbo al sur. Kilómetros de asfalto que se iban desvaneciendo con cada paso que daba.

Penetraba en su mente recuerdos de una infancia interrumpida. Volvía a su mente la imagen del juego indefinido, de la risa sin vergüenza, de la disciplina inexistente.

Se precipitó a su memoria la imagen en blanco y negro de veranos llenos de estrellas pestañeando en el cielo, de marchas en bicicleta por caminos que surgían a cada pedalada. De arbustos que arañaban la piel de unas piernas flacas y negras de sol.

Recuerdos imborrables, expuestos al presente para conducirla a su otra vida, a la que abandonó y que sólo vivía en los sueños de las largas y espesas noches de verano en la ciudad.

Noches de balcones abiertos de par en par, gritando un poco de naturaleza, un poco de brisa que aliviara el calor que desprendían los edificios, las farolas, los coches…el alma triste, el cuerpo melancólico, la esperanza olvidada. Esos recuerdos de felicidad viajaban por entre la noche y se colaban en su cama y le regalaban lo que ni siquiera sabía que necesitaba. Y noche tras noche, un faro surgía para recordarle dónde estaba su luz.

Condujo hasta el límite de su vida, hasta el final del camino negro. Aparcó en el último centímetro de civilización. Bajó del coche. Se descalzó. Y libre, por fin, se adentró en el sendero de arena. Sintió de nuevo el olor a infancia. La arena entre los pies le devolvió el aire que había olvidado respirar durante años. Fijó la vista en el mar.

Un resplandor intermitente a lo lejos, le recordó lo que le había hecho despertar. Buscó el camino que le acercó hasta la luz, hasta el faro. Apoyó la espalda en la torre blanca de sal. Miró el brillo perdiéndose en el horizonte.

Y con cada ráfaga, con cada pestañeo, vio cada momento de felicidad pasada: la sonrisa de medio lado, las carreras por llegar a la playa, las manos llenas de arena, los pelos enredados por el viento, los dedos arrugados por el agua, la piel ardiente de sol, de fuego, de calor. Las manos abiertas a la vida, el amor por descubrirla.

Con cada golpe de luz, llego un aliento a su espíritu que le devolvía la Vida.