Había una vez una niña de tez clara como el brillo de la luna de verano que vivía feliz en una casa frente al mar.

Por las tardes salía con un cubo viejo de latón y caminaba a los pies de las olas recogiendo tesoros. Lo llenaba con caracolas, conchas, piedrecitas… A veces, llevaba migas de pan en los bolsillos y las arrojaba al mar. Era entonces cuando se acercaban grupos de peces hasta sus pies, y zigzagueaban por entre sus piernas intentando pescar el pan remojado que se desvanecía entre la sal, el agua y sus propias bocas imprecisas.

Cada tarde la niña salía irremediablemente a la playa solitaria, paisaje eterno de su hogar. Salía siempre con el mismo rumbo, con el mismo afán.

Bajaba los peldaños de la escalera de dos en dos, con prisa, como si el mundo se le escapara. Hacía crujir la madera con sus pies descalzos, desprovistos de civilización, amparados por la suavidad de la arena.

Recorría a la carrera la distancia hasta la orilla y se dejaba mojar por aquel mar que la recibía con suavidad, con alegría, con ganas de juego…

El mar en los tobillos, los dedos resbalando en la hendidura de la arena, la vista al frente, ¿esperando?, ¿rezando?…un silencio profundo alrededor. Un suspiro. Y los pies se ponían en marcha.

Miraba en el fondo del agua caracolas sin habitante, hogares ya vacíos de inquilinos. Recogía medias conchas que en otro tiempo fueron pares. Limpiaba piedras rodadas, precisas para adentrarse en el mar con tres saltos certeros.

Siempre el mar pisándole a cada paso, borrándole las huellas, dificultándole el camino, acariciándole los pies.

Todas las tardes desde que el tiempo es tiempo, tocaba con la yema de los dedos el mar, y con un suspiro los llevaba hasta sus labios y dejaba que el agua se secara en ellos.

Año tras año el mismo ritual, la misma música, el mismo cielo reflejo nuboso de mar.

Un día, los pasos que siempre habían andado por el mismo camino, los pasos que siempre habían escuchado sólo su eco, sólo a sí misma, fueron interrumpidos.

En la orilla de su mar, impidiéndole el paso, encontró a una mujer sentada frente al horizonte lejano. En silencio, con las piernas encogidas, los brazos sujetando sus rodillas, indiferente a ella.

La niña se acercó, la miró sin reparo. Vio unos hermosos ojos negros perdidos en otro mundo, en otro paisaje, en otro sueño. No parpadeaba, no hablaba. Frente al mar y lejos de todo.

La niña sacó de su cubo una caracola y la dejó a sus pies. Y sin saber por qué, se sentó junto a la mujer, adoptó su postura y miró hacia donde ella miraba. Sin saber lo que tenía que ver, pero allí se quedó, muda.

Cuando el sol ya había descendido por completo y la brisa se imponía más que el calor, la mujer se levantó, cogió la caracola que la niña le había dejado y en silencio, se marchó. La niña miró alrededor suyo, se levantó y también se marchó.

Al día siguiente, volvió a coger su cubo de latón, bajó las escaleras de dos en dos y volvió a hacer lo que siempre había hecho…pero esta vez, esperaba volver a encontrarse con la mujer.

Fue recogiendo conchas, como siempre, pero mirando de reojo para saber si alguien la observaba.

Volvió a dejar el mar en sus labios, pero miró alrededor por si veía a alguien más. Recogió caracolas…, pero esta vez no para sí misma, sino para la mujer… andaba por la playa con la vista al frente y no en la arena.

Y después de andar mucho, vio a lo lejos la figura de la tarde anterior. No corrió hacia ella, ni aceleró el paso. Algo en su interior le decía que no se iría, que la estaba esperando.

Cuando llegó a su altura volvió a ponerse entre el mar y ella. La volvió a mirar a los ojos, le sonrió y le dejó una caracola a los pies. Después se sentó como ella. Encogió las piernas y las sujetó con sus bracitos. Y miró hacia donde la señora miraba. Cuando el sol volvió a dejar el horizonte, la mujer se levantó, cogió la caracola y se marchó.

Al día siguiente, la niña estaba ansiosa por ir a verla. No se detuvo a coger su cubo, ni se quedó mirando el mar, hasta se olvidó de besarlo.

Corrió desde que salió de casa y sólo se decidió por encontrarla. Y la encontró.

Cuando llegó hasta donde ella estaba la miró a los ojos y esta vez, vio luz en ellos. No miraba el mar, ni otro mundo, ni estaban perdidos en un sueño. Se quedaron mirándola fijamente, y se vio reflejada en ellos, se vio así misma mirándose a sí misma y pensó “ya entiendo”.

Las dos se sentaron frente al mar y en silencio la niña escucho la voz de la mujer: “Te esperaba, desde que el tiempo es tiempo te esperaba. Todos los días salías de casa con tu cubo de latón. Te ibas hasta la playa y recogías conchas y caracolas. Jugabas con los peces y mirabas al mar esperando algo. Y yo no sabía qué era. Después de que el sol desapareciera, volvías corriendo a casa, siempre corriendo, como si el mundo se te escapara. Y dejabas tu cubo en el suelo y de él sacabas una caracola y la dejabas a mis pies descalzos. Y yo te cogía en brazos y te decía: “mi hija hermosa, mi dulce niña hermosa”. Y tú pasabas tus deditos húmedos por mis labios y me decías: “¿por qué llora el mar?”. “El mar no llora, es su sabor a sal el que te confunde. No son lágrimas. Sólo son gotas de mar”. Pero tú, cada tarde volvías con tus manos saladas a mi boca y volvías a decirme. “Un día sabré por qué llora y te lo diré”.- eso me decías, y cada tarde te volvías a marchar buscando una respuesta, enamorándote cada vez más de su misterio…hasta que un día, no volviste. Y no hubo más caracolas a mis pies, ni más preguntas…sólo me dejaste amargas lágrimas de sal. No pude encontrarte…hasta hace unos pocos días. Y, ahora, dime, ¿dónde has estado todo este tiempo?.”

La niña contestó en silencio: “conociendo el mar, conociendo su misterio, conociendo sus penas, conociendo su amor. Y ahora, yo te lo enseño.”

El sol se puso, se cerró el firmamento. Callaron las olas, no hubo brisa, ya no hubo misterios. La niña se levantó y cogió la mano de quién la amó más que a nadie. “No llores. El mar no te tiene que dar miedo. Sólo es agua y sal…bueno, y un mundo entero”. La mujer la alzó y la acogió contra su pecho: “Mi hija hermosa, mi dulce niña hermosa”.

Dejaron tras de sí la playa, y caminaron hacia el horizonte sin sol, hacia el mundo lleno de agua, sal y silencio…