Contemplaba su cuerpo desnudo cada mañana. Pocas veces holgazaneaba en la cama. Se levantaba impetuosamente, como si se le hiciera tarde para seguir viviendo.
En esa batalla ganada contra el dormir era cuando ella la miraba bajo la protección de la penumbra.
Inmóvil miraba la silueta de su cuerpo, su pecho desnudo, sus piernas, sus brazos.
En silencio la veía vestirse para un mundo que no le importaba.
Las cuatro paredes de aquella habitación eran su auténtica realidad, todo lo demás no era más que un escenario inundado de personajes que no le satisfacían y que le estorbaban.
Su refugio era aquel dormitorio. En aquella isla limpia de mundo se acurrucada cada noche junto a ella asiéndose y dejándose abrazar.
Acariciaba su pelo, su espalda…piel cálida que le hacía olvidar los desaires de cada día.
La deseaba, después de tantos años, la deseaba como cuando no podía ni tocarla, como cuando le dio el primer beso. Aquel instante arrancado a la realidad doliente supuso para ella la certeza absoluta de que empezaba a construirse su refugio, su hogar.
Cada mañana la observaba levantarse y se descubría sonriéndose.
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