La tarde empezó como siempre. Bueno, más que la tarde la siesta. Ese espacio de tiempo más anfibio que otra cosa, entre la vida viva y el sopor de un sueño que no es el nocturno. En ese tiempo de espera miro a mi alrededor y veo, entre la penumbra de una persiana casi cerrada, los contornos de mi habitación.
La casa guarda silencio. Lo que hace un momento era un ir y venir de pies, manos y cuerpos familiares que se rozaban los unos con los otros ahora, todo eso, se ha quedado en suspenso. Todos duermen, menos yo.
La vida no puede quedarse en este silencio austero de convento. La vida sigue ahí fuera, tras estas paredes de ladrillo, tras estos muros encalados y tan blancos que duele a la vista mirarlos cuando retumba el sol por las calles de este intento de ciudad, de este algo más que pueblo.
Sin quererlo ya estoy respirando el cielo azul intenso, ligero de nubes, roto de pájaros que cortan el viento. Paseo sin poner los pies en el suelo, sin rozarlo lo voy recorriendo. Y veo al final de la calle el puesto de helados al que iré cuando nadie quede durmiendo. Y no lo veo, pero lo siento, el mar que arroja aroma de sal y murmullos de cuentos.
A la vuelta de la esquina la iglesia, refugio de la penumbra perpetua y el fresco. Monumento formado por siglos de oraciones, quejidos y lamentos; las risas se quedaban siempre en la puerta, en la plaza, entre los balones, las canicas y los cotilleos.
Mientras todos duermen yo sigo el rastro del tiempo, el que intento alcanzar y al que nunca llego. Y en esa búsqueda me encuentro y me veo a mi misma tirada en el suelo, el vestido manchado, las rodillas arañadas y el pelo revuelto, y con la sonrisa aún indemne porque la infancia es la ausencia de pensamiento, de pasado, de miedo.
Y ahí estoy intentando entender el quehacer de un hormiguero. Ojos abiertos, curiosidad por dentro, tiempo tan detenido que pareciera eterno.
Como tarda el tiempo en pasar cuando era ella, esa niña envuelta en polvo, ensimismada, perdiendo el tiempo. Y en ese encuentro con mi felicidad me recreo y entorno los ojos y siento el sudor en la nuca y sed en la garganta. Y me despierto.
Abro los ojos, y en la penumbra encuentro el vaso que calma la sed de la boca y atenúa la sed honda de saber que el tiempo no se detiene pero que queda el recuerdo y con él la esperanza de que esa niña siga existiendo y su felicidad se refugie en el quehacer de un simple hormiguero.
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