– ¡Que se lo han llevao!
– ¿A quién, a quién se han llevao?
– A mi Paco, que se lo han llevao. Que han llegao con las escopetas al hombro y se lo han llevao.
– Pero…, pero eso no puede ser, al Paco no es posible que se lo lleven. Pero, ¿qué ha hecho?
– Yo no lo sé, pero…
Esta es mi imaginación intentando poner los personajes que una vez fueron de carne, huesos y latidos, a la vez que escucho en la voz de mi madre, la historia de su familia, la mía.
Una historia como tantas otras de un pueblo cualquiera de España, de una época marcada por la miseria, los miedos, los brazos arriba, la mirada agachada y los silencios obligados.
Ella lo cuenta y yo escucho intentando entender una cronología que no viví pero, cuando habla del pasado, más vivido si cabe que su presente, no hay un guion único. Cualquier historia que cuenta acaba siendo un enorme colage de personajes y anécdotas secundarias. Sus historias son retazos de un todo que yo no consigo abarcar y así, la historia que cuenta de su padre, mi abuelo, es sólo una huella difuminada en un camino más amplio.
Yo no me acuerdo, si yo era una cría. Me sigue contando entre punto y punto de una nueva cadeneta. Al “papá Paco” fueron y se lo llevaron de la casa y lo encerraron en la iglesia.
A ese hombre, que llegó a ser juez de paz, y que me imagino como un Pantocrátor presidiendo la vida familiar y la de sus vecinos, lo encerraron porque le lanzó, a Miguel el de la Cuesta, un apero que usaban para sacar los granos de maíz de las mazorcas. Una herramienta de hierro que podría haber matado a ese, autoproclamado, alguacil de 3 al cuarto pero que, por suerte, apenas le rozó.
La historia fue que a “la casa” llegaron dos alguaciles con escopeta al hombro atada con cordel y tanta hambre como falta de moral.
– Paco, venimos porque tenemos que hacer un trato contigo.
Paco guardaba silencio, no gastaba en palabras, al menos no con los que llevaban hierro en la espalda.
– …mira, dentro de poco es fiesta y habrá que celebrarlo. El alcalde me ha pedido que hable contigo para que compres un par de corderos, los mates y los prepares para la fiesta.
– Por mi parte no hay problema en hacerlo. Dime para cuando los queréis y lo hacemos.
– Espera. Lo que he pensado es que tú y yo vamos a llegar a un acuerdo.
El alguacil se le acercó y le hablo en voz baja, como queriendo contar un secreto.
– Mira, tú compras los corderos y si te cuestan 10, tú dices que te han costado 40. El alcalde me da a mí esos 40 y yo te pago a ti 15…, y yo…, dicho esto le guiño un ojo para que entendiera.
Fue aquí el momento en el que la vida de mi abuelo se puso en manos de dios o del destino y, cogiendo lo que más a mano tenía le lanzó una herramienta´ al Miguel, que de haberle dado le podría haber matado.
– ¿Estás diciendo que robe? ¿Me estás llamando ladrón?
A mi abuelo ya no le dejaron hablar más, el Miguel y el Paulino, el otro alguacil, lo cogieron con fuerza y lo sacaron de su casa como si hubiera él faltado a la ley y no ellos.
La iglesia, en aquel momento histórico de caines contra abeles tenía la función de cárcel y allí llevaron a mi abuelo sin que mi abuela lo supiera. Pero, la vida en los pueblos no está en silencio y enseguida llegó hasta el puesto en donde ella estaba vendiendo en la plaza, que a su mario se lo habían llevado “los otros”.
Recuerda, entonces mi madre, otras anécdotas sobre todos y cada uno de aquellos seres vivos que configuraban su realidad, su entorno sesgado pero tan auténtico que continuó con ella a lo largo de los años. Cuando su mente se escapa a las historias secundarias, yo, impaciente de tener al menos una sola historia de principio a fin, la reconduzco de nuevo a que me siga contando la historia con la que había comenzado.
Y, entonces, recuerda como una improvisada Sherezade que no había terminado de contarme la historia de su padre y el alguacil.
La “mamá Virtudes”, mi abuela, salió corriendo para enterarse de primera mano de lo que había pasado. Se fue hasta el ayuntamiento y allí, sin esperar, con el apremio de la incertidumbre y el miedo que se tiene a la insensatez de los hombres, pregunto por Julián, el alcalde, tragando orgullo y modulando la voz para evitar males mayores. Con Julián delante mi abuela le contó que a Paco lo habían llevado preso.
– Pero, eso no puede ser. A Paco lo conozco yo y yo no lo he mandao.
Mi abuela contó lo que las vecinas ya contaban de calle en calle. El alcalde ató cabos y fácil fue saber lo que había pasado una vez cogió camino de la iglesia y cara a cara con su amigo Paco, que sí que era de “los otros” pero era su amigo, le dijo que se explicase para saber lo que había ocurrido.
En resumen, mi abuelo, “el papá Paco” le contó al alcalde lo que sus dos alguaciles querían hacer con el dinero y la compra venta de los corderos. Evidentemente, aquello quedó allí y mi abuelo salió de la improvisada cárcel sin más.
Mi madre se siente orgullosa de la honradez de su padre, de no dejarse comprar y de plantar cara ante lo que no es justo.
En mi mente, su retrato se ha ido confeccionando con esas historias mal hilvanadas. Y pesa sobre mí un pasado que desconozco en detalles pero que cimentó vidas que a su vez me la dieron a mí. Los detalles son lo de menos, las personas que no conocimos las construimos con las luces y las sombras que rescatamos de los otros, de los que las vivieron.
El presente está erigido sobre esas figuras que anduvieron entre bancales, ganado, tierra y acequias. Un pasado aún vivo en esa contadora de historias que desconoce todo lo que sabe. Que se sorprende a sí misma con sus propios recuerdos como los que se presentan de improviso para devolverle a la memoria que se comió el bocadillo que a su padre, “el papá Paco” le habían dado en el tren que iba a la guerra y del que tuvo la osadía de escaparse…pero eso ya será otra historia.
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