Recogió como siempre los mejores tomates del huerto, nunca escatimaba a la hora de ofrecer lo mejor que tenía para sus clientes. En este caso estaba llenando las cajas de tomates, lechugas y patatas que llevaría, como cada 10 días, al colegio del pueblo.

Pepe era un agricultor por obligación porque él, lo que hubiera querido ser, era carpintero, tal vez por la imposición de su nombre o tan sólo porque desde pequeño había convivido puerta con puerta con el único carpintero del pueblo.

Evaristo, que así se llamaba quien cepillaba y lijaba, vivía en una minúscula casa con su mujer y sus siete hijos, cada cual más inútil a la hora de coger el martillo, el serrucho o sostener un simple clavo entre los labios mientras trabajaba con el que tenía en sus dedos. Pepe, en cambio, el hijo de la Encarna y del Diego, se sentaba a observarlo embelesado cada vez que sus tareas se lo permitían. En la carpintería no había olor a madera sino a sueños de astillas y lijas para él. Evaristo intentó que el Diego le dejará convertirlo en su aprendiz y que aprendiera el oficio que ya se le veía en los ojos. Pero los sueños de los pobres solo están para llorarlos y Pepe fue lo que tenía que ser, agricultor por destino.

Enderezó el cuerpo y se estiró mientras echaba sus manos a los riñones. La última patata acababa de dejarla sobre el resto y ahora se disponía a cargar la furgoneta. Hoy tocaba llevar el alimento a los que aún tenían esperanza de mejorar su destino buscándolo entre cuadernos, libros, lápices y gomas de borrar.

Justo al pasar por delante de su casa, de camino a la escuela, hizo sonar la bocina tres veces y su hija, la más pequeña de todas, salió con más ganas que rapidez. Él la aupó como siempre y la acomodó en el asiento del copiloto. Juntos recorrieron poco más de un kilómetro.

Pepe dejó la furgoneta en el borde de la carretera, no es que fuera a dificultar mucho el tráfico ya que este era prácticamente inexistente, pero, por si acaso, la dejó justo al borde del bancal del hijo del Bienvenido, el Casimiro, al que apodaban “el trescuartos”.

Como de costumbre, dejó a la niña dentro de la furgoneta y él se dirigió a la parte de atrás para comenzar con la descarga. Caja tras caja las llevaba hasta la puerta del colegio en donde lo recibía la cocinera que le hacía pasar hasta el comedor y de ahí hasta la despensa de la cocina.

Tardó poco, en menos de 20 minutos había colocado los víveres para las criaturas en sus respectivos lugares, había cobrado las pesetas que le debían, y lo que acaba de depositar, y con las mismas se dirigió de nuevo hacia la furgoneta que permanecía aparcada, como siempre, en el mismo lugar que la había dejado.

Cuando entró, cogió a su hija en brazos y sentándola sobre sus piernas arrancó la furgoneta y dejó que ella creyera que conducía como los mayores hasta devolverla a los brazos de su madre mientras él conduciría, ya solo, de nuevo hasta el huerto.

No había tiempo nada más que para seguir trabajando entre tierra, acequias, abonos, surcos y resignación.

Él querría haber sido uno de esos niños que había dejado atrás. El maestro, Don Eladio, se lo dijo a sus padres: Encarna, tu hijo es de los que valen para estudiar. Pero la familia no podía permitirse un hijo estudiante, si al menos le hubieran ofrecido llevárselo al seminario, pues bueno, porque un hijo cura no era tan malo, pero un hijo que perdiera el tiempo entre libros sin saber muy bien para qué pues no era lo que más necesitaba una familia humilde de pueblo. Eso era para los señoritos, para los ricos del pueblo, el Antonio, el hijo de la Francisca, la mujer del dueño de la fábrica; el Teodoro, hijo del boticario y futuro boticario también, porque en ese pueblo no sólo se hereda la sangre de los padres, se heredan sus nombres, sus apellidos y, por supuesto, su estar en el mundo. El hijo del carpintero, por muy inútil que fuera, sería también carpintero, y él, hijo de la tierra, tenía en las manos seguir siendo agricultor como el resto de sus hermanos, como lo había sido su abuelo y también su padre.

Se paso la mano por la nuca, las manos gruesas de piel casi insensible, ennegrecidas por el sol y por la miseria.

Cuando bajó de la furgoneta se fue hasta donde los tomates y cogió dos que aún estaban a un paso de madurar del todo. Se sentó, en el borde de la acequia, al lado del tablacho, limpió uno de los tomates en el agua que pasaba sin esperar y de ahí le dio un mordisco que le saciara un hambre que no era del cuerpo.


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