Reconoció que no podía más. Que sus manos se habían cansado de cerrarse sobre sí mismas, de dejarse clavadas las uñas en las palmas de las manos con señales ocultas que apenas duraban.
Marcada, como estaba, decidió decir basta.
Se pasó más de la cuenta sonriendo sin ganas, hablando lo contrario que se dialogaba en su mente. Y, entre cansancio y desesperación, decidió que ya no merecía la pena seguir insistiendo en un espacio que no había sido nunca suyo.
Se reconoció por un momento. Vislumbró en el reflejo del espejo, unos ojos que miraban un futuro mientras se deshacía del pasado.
Apenas a un metro de la puerta de salida, sólo tenía que alargar la mano. Ajustar la mano en el picaporte, ejercer la presión suficiente para inclinarlo en el sentido de la libertad.
Apenas rozó el picaporte, sintió que su mano ardía y lo soltó con el miedo atenazando sus dedos.
Un simple gesto para huir, para escapar y no fue capaz.
Una voz al fondo del pasillo le gritó: ¡¡¿Y la cena? ¿Hoy no se cena en esta puta casa?!!
Mujeres asesinadas. Mundo sin hijos
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