Cuando Narciso se ahogó en aquellas aguas que le devolvían su imagen no sabía que siglos después la actitud que le condujo a la muerte lo hubiera llevado a un destino mucho más diferente: influencers. Aunque, a diferencia de los influencers, Narciso será eterno.

Hace unos días consulté las redes sociales en busca de influencers. Unas criaturas que para quienes lo desconozcan son mortales seres humanos que influyen en sus seguidores. Lógico, por otra parte que tal influencia se dé puesto que sus followers están ya predispuestos a ser convencidos por sus ídolos.

En todos ellos había un denominador común, el autorretrato, el selfie, la repetición una y otra vez de sus mejores perfiles, sus mejores músculos y sus mejores miradas. Las mismas instantáneas en diferentes lugares: Madrid, Venecia, Nueva York, Miami, Londres…si algo les envidié en ese momento era la suerte que tenían de visitar todos aquellos lugares, aunque me surgió una duda, ¿los visitaban o sólo iban hasta allí a hacerse la foto?

Toda esa oda al yo me saturó, porque lo que veía era la vanidad o, ¿habría que decir banalidad?, del yo. Retratos que sólo muestran aquello que se ve. Nada más.

Un indecente yoismo que se queda en la forma, en el aspecto exterior y que no refleja ni un bien común, ni un anhelo ulterior.

Influencers, los nuevos mendigos sociales en busca de un maná en forma de “me gusta”. Un modo de vida que los vuelve dependientes a pesar de sentirse líderes.

La otra cara de la moneda es quienes les siguen, quienes se dejan seducir por esa belleza prefabricada a base de filtros y posturas forzadas.

No queremos ver la realidad, queremos un continuo edulcoramiento de la vida, de los hechos y de los espacios. Un atardecer, en si mismo, debe ser mejorado con un Lark, un Ludwing o un Lo-Fi. Y, los influencers, reconozcámoslo, saben darles lo que quieren, convirtiéndose todo en un quid pro quo.

La hoguera de las vanidades tiene leña para seguir ardiendo durante mucho tiempo puesto que siempre existirá un rebaño en busca de pastor. Y eso es lo que duele. La imperiosa necesidad que tienen miles de seguidores de que les digan lo que deben vestir, qué comprarse, qué comer, qué beber, qué decir, qué querer, y lo peor, qué pensar.

Se acabó el sentido crítico, el conocimiento de uno mismo que ayuda a la libre elección, el actuar desde la propia conciencia. ¡Tengo quien me guíe!, ¡no tengo que pensar!, ¡bee-bee!