¿Habéis oído hablar, hermanos, de esa vida que se comparte, de ese fruto preciado que no sacia y que aun así, se quiere?.

¿Sabéis de los años que pasan sin dejar surco en el rostro pero que, como cincel en la piedra, marcan irremediablemente y para siempre el corazón?.

El amor cura, del mismo modo que las lágrimas nos redimen de nuestros pecados. Las lágrimas portan lo que debería ser y no fue. Escapan de nuestro cuerpo y se depositan por un instante en nuestras manos, las reconocemos como culpas y, a la vez como único medio de salvación.

Las lágrimas nos redimen y nos dejan en paz con nosotros mismos. Nos rescatan de la tumba en donde estábamos sumergidos, nos devuelven a la superficie en calma, del mar en calma.

Bienaventurado el dolor que brilla entre mis manos y las humedece. Bienaventurada cada minúscula copa de salado sabor, porque lo que tuvo que ser y no fue, por fin ya es.

Amargo es el amor, amargas son las lágrimas, amargo todo… y ahora, al final del día, al final del día que es mi vida, me encierro yo. Me escabullo sin armar revuelo y giro la llave de mi celda y me dejo vivir por última vez, a solas.

Viví aquí hace muchos años, toda mi vida, luego lo supe. Al principio pensé que me había alejado de este paisaje de mar y cielo. Pensé que me había ido a estudiar y pensé que jamás había vuelto a este rincón hasta que decidí hacerlo.

Tengo 40 años, no tengo mujer, no tengo hijos, no tengo familia, no tengo más que un cuerpo que siente que acaba de nacer… otra vez. Miento. Sí que tengo una mujer, y un hijo y familia. Los recuperé a todos cuando lloré…me dejaron, pero volvieron para quedarse.

Llegué a este pueblo, después de no haberme ido nunca y me encontré con todo lo que creía que había perdido. Mi padre me estaba esperando, le sorprendí cosiendo las viejas redes de pesca. Fue con el que primero hablé.

Aparqué el coche tras la casa, la puerta de entrada a la antesala a un comedor con vistas al mar.

Antes de girar mi llave, oxidada de golpe por la sal, oí a mi padre tararear.

Bajé las escaleras hasta el camino que iba directo a la playa. Sentado con las piernas estiradas, como los niños que juegan en la arena, allí, solo, estaba mi padre.

Vi sus manos alzándose al aire, sosteniendo la red, sus manos fuertes de hombre fuerte, de uñas redondas, de manos ennegrecidas que habían bebido cada rayo de sol.

¿Cuánto tiempo había pasado?, ¿cuánto tiempo desde la última vez que lo vi?.

Su camisa abierta frente al mar ondeaba a modo de saludo y me anunciaba su olor a sudor y sal, el olor sempiterno de su cuerpo. Me detuve un momento a mirarlo.

Su espalda encorvada pero siempre ancha y fuerte me devolvió recuerdos de infancia. Recuerdos de unas tardes parecidas a aquella en donde mi padre también estaba remendando redes. Le oía silbar y bajaba a la orilla de la playa con mis piernas de niño pequeño hundiéndose en la arena.

Silbaba cada vez que llegaba del centro del mar y se sentaba en la orilla a seguir trabajando. El anuncio de su llegada era una improvisada melodía que yo había aprendido a reconocer.

Mis piernas pequeñas, de tobillos pequeños, de pies pequeños, de dedos pequeños, hacían su labor de llevarme con pasos pequeños hasta donde estaba mi padre.

Su espalda me tapaba la visión del mar y yo intentaba trepar por ella. Mi padre me alzaba con sus brazos y me sentaba sobre sus hombros.

“¿Quieres saber de dónde vengo?”.- me decía. “Sí”.- le contestaba yo, asiéndome a su cuello.

Se ponía de pie, jamás me volví a sentir tan grande como en aquellos instantes. “Vengo del centro del mar. Donde todo está en calma, donde no hay olas. De allí vengo”.

Mi padre se quedaba en silencio, quieto, como un mástil, erguido. “El mar me manda recuerdos para ti”. No comprendía lo último que me decía pero desde mi posición de gigante no cabía duda que mi padre era el hombre más fuerte, más grande, más sabio, y el mejor de todos los hombres.

Ahora, sentado frente a mi, me parecía un hombre cansado, frágil…y no sabía que decirle después de tantos años.

“No estés triste, que tú también serás viejo, y tendrás hijos que te verán viejo y no sabrán que decirte”.- apartó las redes, y con lentitud se levantó para ponerse frente a mi. Sonreía.

Ante su bienvenida no pude más que abrazarle…y llorar.