Comprendió de golpe que ya no tenía escapatoria. Se sentó, entonces, en el suelo de arena y miró, con el tiempo dormido en la memoria, el final de un nuevo día.

Otro día más sin encontrar las repuestas que andaba buscando, otro día perdido, otro día entregado sin usar.

Miró el reloj, era la hora exacta en la que todas las tardes volvía a casa, pero hoy no pudo. Se quitó el reloj y lo dejo en la arena. La arena se lo tragó.

Miró como el que ve, miró al fondo del horizonte y se encontró recogiendo conchas rotas. Dando pequeños saltos, con el pelo revuelto, el sol a fuego en el cuerpo minúsculo, el rostro de risa viva, los ojos nuevos buscando vida.

Su imagen de niña fue una ráfaga que cruzó la playa mientras ella miraba el final del día.

Se quitó los zapatos y hundió los pies en la arena, los cubrió y los hizo desaparecer.

Miró a su izquierda y vio a una joven que abrazaba sus piernas para abrazarse por completo, el pelo largo ocultaba los rasgos de su cara. Una de tantas jóvenes dolida con la vida.

Su imagen de joven fue el recuerdo de lo que nunca debería haber permitido que ocurriera.

Se quitó la ropa y sintió que la arena la engullía.

Comprendió de golpe que la vida no le pertenecía. Y, entre el mar, el cielo y los recuerdos, su cuerpo se convirtió en alga, en enjambre de brazos vegetales que se daban al mar. Y en el mar se deshizo.


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